Paula

Sin salud no hay orgullo: la deuda pendiente con la comunidad LGBTIQ+

Mientras se multiplican los gestos simbólicos durante el Mes del Orgullo, las brechas reales de acceso a la salud persisten. Esta exclusión no es solo una injusticia: es una amenaza concreta para la vida y el bienestar de miles de personas.

Collage: Silvia Caracuel

Estamos en junio, el “mes del orgullo”, y hemos visto cómo muchas marcas, instituciones y medios exhiben sus logos con arcoíris, repitiendo mensajes de diversidad que suenan bien y se ven bonitos. Pero más allá de estos gestos simbólicos, lo que suele haber es una inclusión de papel: una especie de “marketing con arcoíris” que termina invisibilizando realidades mucho más complejas y dolorosas.

Mientras se celebra el orgullo, muchas personas bisexuales, lesbianas, hombres trans, personas no binarias e intersex quedan fuera de esos discursos, fuera de las políticas públicas, fuera del acceso real a la salud. Sus historias, sus cuerpos y sus experiencias muchas veces no encajan con la estética hegemónica que el “orgullo comercial” aplaude. Lo incómodo, lo diverso, lo no normativo —una vez más— queda excluido. Y esta exclusión se refleja con especial crudeza en el sistema de salud.

En mayo, en un retroceso alarmante, la Cámara de Diputados y Diputadas aprobó un informe que restringe y prohíbe derechos a niños, niñas y adolescentes trans, así como a las familias que acompañan sus procesos de transición. Este acto es una clara muestra de transfobia institucional, que deshumaniza y criminaliza a quienes más necesitan apoyo y protección. En términos de salud pública, esto significa una involución: en lugar de avanzar hacia un sistema inclusivo que garantice atención integral, se opta por negar derechos y ampliar las brechas de exclusión.

Como profesional de la salud —particularmente enfocada en nutrición, imagen corporal y trastornos de la conducta alimentaria (TCA)— veo cómo el sistema sigue dejando afuera a la comunidad LGBTIQ+. Desde lo más básico —formularios que no consideran identidades diversas— hasta protocolos que invalidan y niegan vivencias, la exclusión es sistemática. La Encuesta T (OTD Chile, 2022) revela que casi el 60% de las personas trans y no binarias han sufrido discriminación en espacios de salud. Más de la mitad evita controles médicos por miedo a ser maltratadas o ignoradas. Esto no es un dato anecdótico: es una crisis de acceso que impacta directamente la salud y la vida.

Y esta crisis no se limita a mi área. La comunidad LGBTIQ+ enfrenta tasas alarmantes de depresión, ansiedad, estrés postraumático, ideación suicida y autolesiones. No por “fragilidad emocional”, sino porque vivir en un entorno que niega la identidad y expone a la violencia estructural genera un estrés crónico con efectos profundos. A esto se suman problemas físicos: enfermedades cardiovasculares y metabólicas, dolor crónico, secuelas de abusos, consecuencias de tratamientos hormonales inseguros y diagnósticos erróneos producto de prejuicios médicos.

La presión estética dentro de la propia comunidad también es brutal. Hombres trans pueden desarrollar vigorexia intentando masculinizar sus cuerpos y aliviar la disforia; mujeres trans pueden caer en anorexia para ajustarse a una feminidad normativa; hombres gay enfrentan gordofobia y un ideal corporal hipersexualizado; y lesbianas y personas bisexuales —invisibilizadas en la investigación— quedan sin atención adecuada.

En este contexto, comparto la reflexión de Josefina Fuller, psicóloga clínica, que sintetiza lo que veo en mi práctica diaria:

“Como profesional de salud mental y disidente, veo cada día las consecuencias de un sistema de salud que no solo excluye, sino que hiere. Cuando una persona no encuentra un espacio donde su identidad sea validada, lo que se deteriora no es solo su salud mental, sino su dignidad. No se trata de pedir un trato especial, se trata de exigir un trato humano. La exclusión, que es sistémica y sistemática, genera ansiedad, depresión, trauma crónico y, en muchos casos, el silencio aparece como la mejor opción. Este abandono, que el sistema llama ‘ausencia de demanda’, es en realidad una respuesta a años de maltrato institucionalizado.”

Negar derechos y restringir accesos, en lugar de expandirlos, no solo perpetúa desigualdades: significa retroceder en salud pública. La evidencia científica y las buenas prácticas han demostrado que la inclusión, la validación y el respeto son pilares fundamentales para el bienestar. Pero medidas como el informe aprobado en mayo —que limita derechos a personas trans menores y a sus familias— son una involución que condena a esta población a un mayor sufrimiento y abandono.

Celebrar el orgullo no puede ser solo un show de colores una vez al año. Tiene que ser un compromiso real con la justicia social, con la salud integral y con la dignidad de todas las personas que forman parte de esta comunidad diversa y compleja. Porque sin acceso a salud efectiva, sin espacios seguros, sin reconocimiento genuino, no hay orgullo posible.

Desde mi lugar, mi compromiso es usar mis conocimientos y herramientas para impulsar un sistema que deje de excluir y comience a transformar. La salud no puede existir donde hay discriminación. Escuchar, aprender, incluir y actuar no es opcional: es urgente. Al final, lo que merecemos todes, sin excepción, es vivir con dignidad y ser cuidadas con respeto y sin condiciones.

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